Paradójicamente un fresco y refrescante
Efraín titula su último trabajo como “inicio”, como si refreír lo viejo en una
nueva presentación conceptual renovara ese aire libertario y accionarial con el
que subtitula la colección de dos decenas de obras por dos.
Y ahí está la clave de esta dual
propuesta. La duplicación. Si los tamaños importan quiere decir que hay un
sujeto y un verbo en cada marco-oración que conforma, en su conjunto, más que
sermón, un verso obstinado y feminista.
Nuestro persistente cronista sigue con
la tradición de andar con la cámara colgada y mirar. Como si la moderna
corriente expresionista no fuera tanto con él y los experimentos, en casa, pero
con las imágenes de la calle. Esa rara
avis de andar de cacería, como vil
voyeur social entre insaciable y lúbrico pero siempre con esa curiosa búsqueda
de lo inaudito, lo imprevisto y, desde luego, lo execrable. Entre muchas
capturas categóricas que el contador de su visor tiene registradas.
El Henri-Cartier Bresson coleto juega
con los juegos. Para ello, ¿qué mejor que usar la técnica del caleidoscopio
binario? Los paralelismos con los antagonismos con los sugestionismos. Corta y pega.
Pero no hay gato viejo al que no se le
reconozca por la pelambre de marcos desechados y re-enmarcados. Efraín está
armando un sólidísimo (sí, con dos
acentos) discurso fotográfico con ese paso de artesano silencioso, apasionado
y, sobre todo, constante.
Eso sí, no busquen en esta crítica las
claves esenciales de esa exploración pues apenas tengo una lista de pistas.
Como buen detective visual amateur, las comparto para aquellos más despistados
o, sencillamente, adictos sólo a los canapés de las presentaciones.
Qué bueno que Efraín se está dando
ciertas libertades. Ojalá y pronto se desacompleje ese niño creativo dando rienda
suelta a todo lo que siente, porque no hay Lolitas más monstruosas que las
suyas. Cuando se trata de mujeres, la voracidad de su pupila se dilata
regalándonos Doñas, Princesas, Rarezas, Exquisitas y Extravagantes. Hay,
ciertamente, un ruido que, por obvio, empaña o despista a los que no llevan la
lupa consigo a las exposiciones: Los convecionalismos de la moda y el discurso
del tráfico material del cuerpo, los escaparates que nos separan de la
realidad.
Para mí, hay un criminal escondido
detrás de cada clic. Un inocente culposo que nos quiere decir algo prohibido.
Como si no pudiera verbalizar algo que se perdió en un paraíso enterrado y
escondiera la incomodidad de saberse delatado cuando el placer le guiña un
encuadre.
En la fotografía (no así en la vida) no
hay víctimas. Los asesinos suelen seguirles el juego a los que desean
victimizarse. A cambio, queda la instantánea para ser bien saboreada en público
– y, más tarde, en privado.
Horacio Oliveira | 19 de febrero de
2013