La exposición colectiva de fotógrafos alrededor de la
doceava edición del Festival Tragameluz vale como metáfora para sintetizar una
edición que, además de ahorrar muchas otras posibles críticas, bien pudiera
invitar a una regeneración desde esa mirada del extrañamiento.
Hay cierta brutalidad, para empezar, en la metodología de la
curadoría de La Colectiva: “Ven y
cuelga tu foto” se convierte en el referente de la autogestión igualitaria
donde la mediocridad se ampara en la absoluta indiferencia por la experiencia
del espectador. Al cabo, el objetivo parece ser celebrar un año más de ese
círculo de amistad mediante la organización de brindis de espalda al resto de
la sociedad. Y, como dice el refranero del trepador: “quien se mueva no sale en
la foto”.
No obstante, el actual Tragameluz tiene brillos
interesantes. Hay caras nuevas apasionadas con su carrera fotográfica que
necesitan dinamizar los espacios de encuentro y promoción de un arte que
todavía malviven en las catacumbas de un pueblo
que se moderniza desde el andador turístico. Esa renovada generación (¡gracias
Gimnasio de Arte por convertirte, en sólo dos años, en el ágora de los
pixeles!), quizá se dé cuenta que al actual Tragameluz le sobra el original
“me”, conceptualmente muy creativo pero que ha derivado en una mirada ombliguil cada vez más disfuncional.
Literalmente, al festival se lo traga la luz pequeña de quienes no son capaces
de compartirla y, paradójicamente, salir de esa tiniebla endogámica. ¿Qué tal
“Festival Tragaluz”? Un festival que nos invite a mirar hacia arriba, un lugar
que nos ilumine, nos haga crecer y, por lo tanto, ser mejores. Mejores
fotógrafos, mejores críticos, mejor arte, mejor comunicación con los demás.
Por lo tanto, La
Colectiva se convirtió en un álbum cromático para asegurarse que las
paredes reconocían los nombres de todos los que son. Una fotografía, incluso
con sus mil palabras implícitas, da poco en una sinfonía donde la caja acústica
no es una estenopeica sino el tintineo de las copas del bar. El “ahí está mi
foto” es como un certificado de supervivencia improvisado en el último sonido y
sin nadie a cargo de la partitura. A penas, las pocas series, dieron un poco de
conversación en los corrillos de fieles amigos asistentes progresivamente
alcoholizados.
Digamos algo, por aquello de contentar a quienes se siguen
afanando en la utopía del arte local, de algunos de los participantes.
Disculpas anticipadas si sólo menciono algunos y, sobre todo, aquellos que
laten más en la epidermis de la costumbre. Las ausencias no dicen nada más que
eso: nada.
Empecemos por los caballos rebeldes de Fabián Ontiberos que
hasta él mismo sabe que son los últimos. En ese cabalgar de una época que no
regresará hay que bucear en nuevos charcos expresivos pues el filón se agota.
Eso sí, se han quedado los caracoles. José Ángel Rodríguez mantiene un clasicismo
elegante y puro que repite un tema secular, tan nuestro, tan próximo y, al
mismo tiempo, tan desconocido que cada vez es más difícil apartar del pintoresquismo
antropológico. Mi querido Leonardo Toledo – disculpas por mi inasistencia a tu
exhibición en esa nueva versión de Inauguración
y Clausura en un día, o en unas horas, como la exhibición de la audaz
Brenda Obregón; la cual me agarró encorsetado en mi propia y obsesiva agenda - sigue
dejándome esa sensación de ser un artista conceptual aprisionado en la
tecnología fotográfica. La fuerza de la concepción queda escondida en la
debilidad de la ejecución pero yo aprecio esas sutiles invitaciones, más allá
de los convencionalismos, a provocar discursos-discusiones. Y añadiría: “a
pesar de la luz”. La inquietud del Dr. Tellovsky parece confirmar que necesita
sacar su Mr. Hidisky, para liberarse de esas cadenas de la aprobación externa.
Estoy de acuerdo en que sus imágenes caleidoscópicas “tienen algo” más que la
decepción del que no se encuentra una mirada de frente al final de la
composición. Y, claro, me refiero a una mirada abierta, no literalmente abierta. Astrid Rogriguez, la cometa
refulgente, sigue dándole la espalda al tema y mantiene las máscaras
distractoras: una foto dentro de una foto, pero tengo curiosidad por saber
hacia adónde camina esa imagen de escaparate. El premio a “La fotografía más
profesional” se la lleva Luís Enrique Aguilar quien ya no puede ocultar su
vivir en la fotografía y destaca con furiosa urgencia. ¿Qué decir de Cecilia
Monroy? que juguetea con la bucólica danza subacuática que se distrae, con
preciosismo, de la imperiosa necesidad de salir a flote y ponerse a trabajar. Y,
finalmente, hubo la sorpresa del espontáneo, aquel que en la periferia del
círculo íntimo recordó su ser fotógrafo y regresó a su ex-barra con más
intencionalidad y honestidad que el resto, Favricio Huerta. Quien mezcló con
soltura la provocación de un desnudo demasiado desnudo con un auto-retrato
demasiado auto-retrato. Hay quienes se acercaron al arte por ósmosis y pudieran
aprovecharlo mejor que quienes lo visten por costumbre.
Lo mejor de que ayer terminara el XII Tragameluz son las
preguntas-estela que deja a su paso. ¿Hemos agotado este formato de festival? ¿Vale
la pena reinventarlo, abrirlo, madurarlo?
Horacio Oliveira
San Cristóbal de Las Casas, 1 de diciembre de 2013
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