Ahí estás. Acorralada por el azul implacable. Estamos solos y arrinconados en un guiñapo de esquina. Todos. Mi azul empalaga a tu cuerpo, quisiera mezclarse con el cromatismo de tu existencia. No es posible. Apenas la caricia de este intervalo de días. Hasta la siguiente redecoración y, sencillamente, no gustes más de esa pared. Te llevarás puesto el cuadro y quemarás mis poemas. Nos miramos a los ojos indefensos y angustiados. “¿Cuántas veces lo has sentido antes?” Siempre diferente, siempre distinto. Siempre lo mismo. Remiro el juego de mis abrazos pictóricos arrimándose a tus entrañas lamiendo los tonos del deseo. Y veo la pared. Por la esquina se cuela la sombra con un beso que ilumina el lienzo a partir de ahí. ¿El destino? Y sin embargo, el prisma que descompone mis sentimientos reproduce el arcoíris que deja el agua de lluvia cuando tropieza furtivamente con la luz. Discutimos, entonces, filosofías existenciales. El blanco opuesto al negro, los insípidos tonos de grises, los estrafalarios contrastes, las crisis estridentes, el mate que tiñe la ilusión, el brilloso encuentro inesperado, el anhelo neutro de la composición perfecta. La mancha abandonada que afea lo pronunciado.
¿Y si no hay un día nuevo después del diluvio?
Cesárea Tinarejo
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