Desde la seguridad de la barrera. Curioso e intranquilo. Sorprendido como un voyeur que reincide. Ahí está la esquina soñada. El ruedo rectangular de un patio que vive a espaldas de mi. El caribello bravucón lanza sus incitaciones a una hamaca adelgazada por la anemia. Ni rastro del viento bajo las hojas de un durazno con la esperanza puesta en la primavera. Apenas nostalgia del cielo mientras lamo la aspereza de los ladrillos que aíslan las críticas taurinas. Ser ese espontáneo. El que salta la barrera intangible del miedo y se ofusca con el rojo envinado en los ojos. Miro esos ojos cetrinos impenetrables que reflejan mi embestida. Así que resisto frase a frase. Lo recibo con una verónica y el mulato hace salpicar la montera contra el público. Olé, me digo. Inspiro el intangible aire que hay entre el polvo y pongo delante el otro pie sacando el pecho. Eh, lo llamo proponiéndole un quiebre. Somos la pupila de una plaza que, ahora sí, toca el cielo y saca los pañuelos blancos sin pestañear. Pero la ilegalidad de algunas corridas abre un sumario y detiene el reguero de sangre. Me quedo solo de nuevo.
Aplaudiendo.
Cesárea Tinarejo
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