No es sencillo encontrar el camino hacia la covacha. Si el lugar físico es conocido: el subsuelo de la terraza; es la andadura por la nostalgia empolvada la que desatornilla la intención y pospone la acción de abrir cajas.
Cajas, bolsas, cuadros, pintura, trozos de algo, “¿Qué hace esto aquí?”. “Ya se adelantaron la humedad y las ratas”. El cansancio prematuro de cualquier sorpresa llamada a reordenar el mapa emocional de mis cosas.
El pretérito imperfecto de desempolvar es conjugado por una nueva lista de voluntarios suicidas adictos a las cenizas.
Antes de la limpieza, el fuego de San Marcial se instala en nuestro cuerpo escociéndonos en cada pedacito de recuerdo. La intensidad de la impresión emocional es inversamente proporcional a nuestra capacidad de liberación. Hay cosas que superan una criba tras otra, obstinadas, apelmazándose en nuestra identidad y vistiéndonos con costras.
A medida que las viviendas son más pequeñas, aumenta la capacidad de nuestros discos duros. Poseer nos da una dimensión equivocada de quienes somos. Pero tranquilizadora. Sedante, material y comparable.
¿Cuáles son los límites entre el objeto y la memoria? ¿Acumulamos la memoria de los objetos para aliviar la presión de recordarlo todo?
Yo crezco. Y en esa distancia acumulo la insignificancia de un ser que se adelgaza o engorda en relación directa con mis itinerarios y mis metros cuadrados disponibles.
Tengo un desván de cachivaches, cacharros, trastos y documentos inútiles así que voy a ventilar los ángulos de ese yo para hacer espacio. Para ello, el jurado seleccionado en esta ocasión será marcial e implacable. Al fuego con cordones umbilicales maternos, con los puentes emocionales románticos, con recuerdos perfectos anclados en puertos remotos, con los escondidos paraísos de la juventud, con los apestosos proyectos varados en un mar lleno de sargazos. Fuego.
¿Puede quemarse el pasado?
¿En qué hoguera nos estamos incendiando?
¿Cómo purificar lo que se desconoce?
¿En qué dirección lanzar las cenizas?
Cesárea Tinarejo
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